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31 octubre 2019

Entre alternancia y coaliciones: la lección de una derrota que no fue solo del Frente

Opinión | Por Nano González Ferraro 

Las izquierdas han pasado por procesos complejos de adaptación al gobierno: el desafío es conservar una autenticidad política capaz de sostener expectativas sociales sin caer en las fórmulas del poder que terminan pareciéndose a aquello que pretendían transformar. Muchas derechas modernas han aprendido a instrumentalizar ese desgaste simbólico; en casos extremos, la concentración de autoridad y el tradicionalismo terminan trazando paralelos inquietantes con regímenes autoritarios. Pero el problema no es una equivalencia moral automática: exige análisis fino de estrategias, alianzas y efectos democráticos.

El 27 de octubre de 2019 inauguró, para Uruguay, una etapa de recomposición política cuyo significado excede el resultado electoral. Un país que había construido durante el siglo XX fuertes anclajes en derechos sociales y cultura cívica enfrentó la emergencia de una coalición que amalgamó sectores conservadores y posiciones más radicales. Ese armado no fue únicamente una agregación de votos; fue, en buena medida, una estrategia diseñada para disputar poder con eficacia: sumar mayorías parlamentarias y disponer de una segunda vuelta favorable. Entender esa estrategia es clave para comprender por qué la derrota no se reduce a una lectura moral o identitaria del votante.

Conviene separar tres observaciones para evitar lecturas simplistas. Primero: la alternancia es legítima y sana en una democracia. Es razonable que parte del electorado busque renovación o castigo a incumbentes. Segundo: existe una diferencia entre alternancia y instrumentalización de electorados, cuando alianzas tácticas se construyen sin una plataforma programática clara y con la intención explícita de maximizar escaños aunando sensibilidades divergentes. Tercero: la responsabilidad política exige que quienes convocan coaliciones expliquen sus compromisos y asuman su legado cuando ocupan posiciones de poder.

En 2019, buena parte del electorado se expresó por alternativas distintas a la derecha extrema; sin embargo, la suma de fuerzas dentro de una alianza permitió ocupar espacios de decisión que, por separado, esos actores no habrían logrado. Presentar a cada partido como opción independiente ante las urnas, mientras la contabilidad real se pensaba en términos de agregados postelectorales, introdujo una distorsión política: frustró expectativas de quienes creyeron que estaban votando por proyectos autónomos y, al mismo tiempo, facilitó la formación de mayorías que reordenaron el mapa de representación.

Es comprensible la indignación de quienes vieron en esa maniobra una forma de manipulación de la democracia. Tampoco sorprende que el votante moderado, desencantado o crítico del Frente Amplio, optara por otras alternativas: la fragmentación política y la proliferación de opciones son signos de pluralidad. Donde debemos poner la lupa es en la práctica de sumar sin explicar y en la ausencia de rendición de cuentas sobre los acuerdos tácitos que sustentan coaliciones poselectorales.

Hay otro punto que exige matices: la posición de quienes eligen la abstención, el voto en blanco o la anulación por convicción anarquista o por desafección. Esperar que esos sectores actúen como árbitros de una segunda vuelta supone, en muchos casos, pedirles que traicionen su coherencia. La democracia representativa, sin embargo, enfrenta ese desafío cuando las mayorías dependen de decisiones de electores que explícitamente rechazan el sistema tal como está. La salida no es reclamar su adhesión, sino profundizar la capacidad de los partidos para ofrecer opciones que no den por descontado el centro político ni exploten la fragmentación.

Pensar lo ocurrido exige responsabilidad y honestidad política ahora: cuestionar la agregación de votos y las tácticas coalicionistas no es lo mismo que homologar a las derechas con modelos autoritarios. Uruguay tiene instituciones y tradiciones políticas que condicionan los resultados; la tarea es identificar qué prácticas democráticas se erosionaron y cómo reconstruirlas. La vocación de la izquierda debe ser doble: recuperar su capacidad de interlocución con sectores populares y modernizar sus formatos de construcción política para evitar cerrarse en girones de identidad que le impidan generar mayorías amplias sin renunciar a principios.

Finalmente, la lección más relevante para quienes militamos, escribimos o dirigimos es práctica: transparencia estratégica. Los partidos deben ser claros sobre con quiénes piensan gobernar y qué acuerdos están dispuestos a asumir, antes de la urna. Las alianzas tácticas no son ilegítimas, pero su legitimidad pública crece cuando son objeto de discusión abierta y no de arreglos apenas visibles. Eso obliga a republicanizar la política: poner en público las condiciones de la coalición, los compromisos programáticos y las reglas de juego institucionales que definirán el mandato.

La derrota y la alternancia deben convertirse ya en un aprendizaje colectivo con medidas concretas. La política uruguaya de esos años mostró la eficacia de sumar votos más que la fortaleza de un proyecto compartido. Recuperar el sentido de autenticidad de las izquierdas exige, por tanto, dos movimientos simultáneos: renovar sus prácticas organizativas y comunicar con honestidad sus estrategias de poder. Solo así podrá ofrecerse a la ciudadanía como opción transformadora y no como simple reactivo a la táctica adversaria.





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